Por Giandomenico Mucci - aporte de Rodolfo Santoro
Se ha dicho que la música, al ser un lenguaje asemántico, es decir, no descriptivo o no correlativo con una realidad externa a él, se encuentra mejor en un horizonte de tipo simbólico-conceptual, en el cual logra reflejar y hacer propios valores abstractos de tipo universal. La razón por la cual la música clásica alcanzó su culmen en el período que va desde el temprano siglo XVIII hasta Beethoven estriba justamente en que, en esa época, había modelos simbólicos universales absolutos en los que el individuo se reconocía. La referencia es a la fuga, modelo de teocentrismo, y a la forma sonata, modelo dialéctico de cuño ilustracionista.
Era una época dominada por las aristocracias, y para el aristócrata el arte no debía expresar valores personales o subjetivos; por el contrario, debía representar valores universales, cósmicos, metafísicos, como eran los postulados sociales y políticos que legitimaban el poder de los nobles.
Tal vez sea esta la razón que explica por qué, también en nuestros días, intelectuales refinados como Émile Cioran y Aharon Appelfeld han experimentado la dimensión religiosa de la vida gracias a la mediación de Bach.
El discurso cambió cuando se fue afirmando la burguesía, con su realismo. El burgués, hombre de familia y de trabajo, quería música y artes que lo consolaran en su fatiga y lo introdujeran en el mundo de la elevación y del sueño, es decir, de las emociones subjetivas y de los estados de ánimo. Ya no se trataba, pues, de aquellos valores universales implicados en la fuga o en la forma sonata, que se referían a conceptos de carácter trascendente o, de todos modos, abstracto. El público burgués exigía un arte declaradamente realista[1].
Aquí viene a la mente Brahms, con su melancolía de hombre moderno —que Hugo Wolf llamó «melancolía de la impotencia»—, con sus incertidumbres sobre el porqué de la existencia y sobre el destino de la humanidad, un compositor que oscilaba entre Goethe (Harzreise im Winter) y Hölderlin (Hyperions Schicksalslied), que para los casos solemnes de la vida recurría a Goethe, pero que, cuando se veía poseído por la musa trágica, abría la Sagrada Escritura —él, que era ateo— y extraía de ella las palabras que le parecían más aptas para fundar su pesimismo. Este hombre moderno, hijo de la alta civilización cristiana europea, siendo aún un muchacho pobre se había comprado una Biblia y, con lápices rojos y azules, había subrayado los pasajes que le habría gustado musicalizar. De la Escritura había tomado los textos del Deutsches Requiem para la muerte de su madre y los de los Vier ernste Gesänge, idealmente dedicados a Clara Schumann, que se encaminaba hacia la muerte[2].
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