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LA RESURRECCIÓN DE HAENDEL, por Stefan Zweig*

Actualizado: 26 mar 2022


Aquella tarde del 13 de abril de 1737 estaba el criado de Jorge Federico Händel entregado a la más singular de las ocupaciones ante la abierta ventana del piso bajo de la casa de Brook Street, en Londres. Acababa de descubrir con disgusto que se le había terminado el tabaco, y aunque le hubiera bastado cruzar dos calles para hacerse con nueva picadura en la tabaquería de su amiga Dolly, no se atrevía a salir de casa por miedo a la irascibilidad de su dueño y señor. Jorge Federico Händel había vuelto del ensayo presa de tremenda furia, con el rostro congestionado, abultadísimas las arterias temporales junto a las sienes. Cuando entró, cerró la puerta violentamente, y ahora iba y venía por sus habitaciones del primer piso de un modo tan descompuesto que hacía temblar el techo del entresuelo. Ciertamente, en tales momentos no era prudente descuidar el servicio. Por eso, en lugar de lanzar bocanadas de humo, de haber tenido tabaco, el criado se entretuvo en hacer pompas de jabón. Después de preparar debidamente un recipiente para el caso, se complacía en echar a la calle los irisados globitos. Los transeúntes se paraban y los pinchaban con el bastón traviesamente, reían y saludaban al autor del entretenimiento, pero no se extrañaban, puesto que todo podía esperarse de aquella casa de Brook Street: allí atronaba el clavicordio en plena noche, y se oía gritar y sollozar a las cantantes cuando el violento alemán las hacía objeto de tremendas amenazas, por haber dado una nota demasiado alta o excesivamente baja. En fin, hacía tiempo que los vecinos de Grosvenor Square consideraban aquella casa de Brook Street, 25, como un verdadero manicomio. El sirviente continuaba tranquilamente lanzando sus pompas. Cada vez iban siendo mayores, más transparentes, subían más y más alto, incluso una llegó a sobrepasar el primer piso de enfrente. De pronto se sobresaltó, pues toda la casa se había conmovido por efecto de un golpe sordo. Vibraron los cristales, moviéronse las cortinas. Todo indicaba que algo muy pesado se había derrumbado en el piso superior. El criado subió inmediatamente y se dirigió a toda prisa al estudio del maestro. El sillón estaba vacío y la habitación también. Se disponía ya a entrar en el dormitorio cuando descubrió a Händel que yacía inmóvil en el suelo con los ojos abiertos, como muerto. Paralizado por el susto, el criado percibió un ahogado estertor entre unos gemidos cada vez más débiles. «Está agonizando», pensó el pobre hombre, presa de inmensa pena, y, arrodillándose, intentó auxiliar a su amo. Poco después apareció Cristóbal Schmidt, el amanuense del maestro, que se hallaba en el piso bajo copiando unas arias y a quien sobresaltó también la brusca caída del maestro. Entre los dos consiguieron levantar aquel voluminoso cuerpo, cuyos brazos pendían inertes, como los de un difunto.

—Desnúdale —ordenó Schmidt al criado—. Yo iré a buscar al médico. No dejes de ir rociándolo con agua hasta que logres reanimarle. Salió Cristóbal Schmidt sin ponerse siquiera la chaqueta y echó a correr, sin perder un instante, por Brook Street en dirección a Bond Street, haciendo señas a todos los coches que pasaban, sin que nadie se fijase en aquel hombre en mangas de camisa. Por fin se detuvo uno de ellos. El cochero de lord Chandos había reconocido a Schmidt, quien, prescindiendo de toda etiqueta, abrió precipitadamente la portezuela, gritando:

—¡Händel se está muriendo! —Schmidt sabía que el aristócrata que iba en el interior del carruaje era uno de los mejores protectores del querido maestro y un gran amante de la música. Luego añadió—: Voy por el médico. Lord Chandos le invitó en seguida a subir, el cochero fustigó los caballos y se dirigieron a buscar al doctor Jenkins, que en su despacho de Fleet Street estaba ocupado en analizar un frasco de orina. Inmediatamente, el doctor se trasladó en compañía de Schmidt a Brook Street en su ligero cochecillo.

—Las ocupaciones y los disgustos tienen la culpa de lo que pasa —se lamentaba el sirviente durante el trayecto—. Esos malditos cantantes, esos criticastros, toda esa gentuza asquerosa le están matando a disgustos. Este año escribió cuatro óperas para salvar el teatro, pero ellos se escudan en las mujeres y en la Corte. Ese maldito italiano, ese mico aullador, los trae locos. ¡Oh, cuánto daño han hecho a nuestro Händel! Todos sus ahorros, diez mil libras, los ha invertido en esa empresa, y ahora le acosan despiadadamente con pagarés, sin dejarle un momento de respiro. Nadie compuso jamás obras tan sublimes, nunca hombre alguno demostró tanta abnegación, pero tantas cosas juntas llegan a matar incluso a un gigante. ¡Qué grande, qué genial es nuestro maestro! El doctor Jenkins, frío y reservado, escuchaba toda aquella perorata. Cuando llegaron a la casa, antes de entrar en ella dio una chupada a su pipa y sacudió el resto de tabaco que quedaba en ella.

—¿Qué edad tiene? —preguntó de pronto.

—Cincuenta y dos años —contestó Schmidt.

—Mala edad. Ha trabajado como un toro; por otra parte, también es fuerte como un toro. En fin, veremos lo que tiene y lo que puede hacerse. El criado sostuvo una palangana. Cristóbal Schmidt levantó un brazo al maestro y el médico pinchó la vena. Brotó al instante un chorro de sangre roja, caliente, y al propio tiempo salió un suspiro de los labios del enfermo. Händel respiró profundamente y abrió los ojos, unos ojos que indicaban cansancio, extrañeza, inconsciencia, sin expresión alguna, y que carecían de su brillo habitual.

El médico le vendó el brazo. No quedaba gran cosa más que hacer. Se disponía ya a levantarse cuando se dio cuenta de que los labios del enfermo se movían. Se aproximó al paciente y percibió en un susurro, como un suspiro, lo que Händel decía:

—Todo..., todo se acabó para mí... No tengo fuerzas..., no quiero vivir sin fuerzas.

El doctor Jenkins se inclinó profundamente sobre él y advirtió que uno de los ojos, el derecho, le miraba fijamente, mientras el otro se movía de un modo normal. Intentó levantarle el brazo derecho, pero cayó inerte. Luego le levantó el izquierdo, que permaneció levantado. Al doctor Jenkins le bastaron aquellos indicios: sabía ya lo que quena saber.

Cuando hubo salido de la habitación, Schmidt le siguió hasta la escalera, asustado, demudado.

—¿Qué tiene? —preguntó con ansiedad.

—Se trata de una apoplejía. El lado derecho está paralizado.

— ¿Se curará? —preguntó Schmidt, desolado.

El doctor tomó ceremoniosamente una dosis de rapé. No le gustaba aquella clase de preguntas.

—Quizá. Todo es posible —fue su lacónica respuesta.

—¿Y quedará paralítico?

—Probablemente, si no ocurre un milagro.

Pero Schmidt, dominado por un amor profundo a su maestro, no dejaba de preguntar:

—¿Y podrá..., podrá al menos volver a trabajar? ¡Él no puede vivir sin hacer algo, sin componer las maravillas que le dicta su inspiración!

El doctor se hallaba ya en la escalera.

—Eso, jamás —dijo quedamente—. Quizá podamos conservar al hombre. Al músico lo hemos perdido. El ataque ha afectado el cerebro.

Schmidt le miró fijamente, trasluciendo su rostro tal desesperación, que conmovió al médico.

—Lo dicho —repitió—: si no ocurre un milagro... Yo aún no he visto ninguno.

Durante cuatro meses, Jorge Federico Händel vivió sin fuerzas, como si la vida le hubiese abandonado. El lado derecho permanecía muerto. No podía andar, ni escribir, ni pulsar con su mano derecha una sola tecla. Tampoco podía hablar. Los labios se movían con dificultad y las palabras salían de su boca embrolladas y confusas. Cuando alguno de sus amigos hacía música para él, su mirada adquiría un poco de vida y el pesado y torpe cuerpo se agitaba como el de un enfermo durante el sueño. Quería seguir el ritmo de la música, pero los sentidos, los músculos, habían dejado de obedecerle. El antiguo gigante se encontraba ahora como aprisionado en invisible tumba. Cuando terminaba la música, cerrábanse sus párpados y volvía a parecer un cadáver. Hasta que por fin al médico, no sabiendo qué hacer ante un caso incurable, se le ocurrió aconsejar que lo llevaran al balneario de Aquisgrán, por si las aguas termales podían proporcionarle alguna mejoría. Pero dentro de aquel rígido cuerpo sin movimiento, de modo parecido al de aquellas aguas misteriosamente calentadas bajo la tierra, latía una fuerza incomprensible: la fuerza de voluntad de Händel; la fuerza primaria de su ser no había quedado afectada por el ataque aniquilador y no estaba dispuesta a dejar que lo inmortal quedara sometido al cuerpo mortal. Aquel grande hombre no se daba por vencido, quería vivir todavía, aún quería crear, y esta voluntad indomable obró el milagro en contra de las leyes de la Naturaleza. En Aquisgrán, los médicos le advirtieron con gran insistencia que si permanecía más de tres horas en el agua caliente, su corazón no lo resistiría, e incluso podía acarrearle la muerte. Pero su voluntad lanzó un reto a la muerte por causa de la vida y de su tenaz deseo: recobrar la salud. Con gran terror de los médicos, Händel permanecía nueve horas diarias en el baño, y con la voluntad fue recuperando las demás fuerzas. Al cabo de una semana ya podía volver a caminar, aunque dificultosamente; al cabo de dos, ya movía el brazo. Al cabo de poco tiempo más, ¡oh enorme triunfo de la voluntad!, se desprendía de la paralizante garra de la muerte y abrazaba otra vez la vida, con más ardor que nunca, con ese indecible alborozo que solo conoce el convaleciente. El último día de su estancia en Aquisgrán, ya completamente dueño de su cuerpo, que había de dejar aquellos lugares, Händel se detuvo ante una iglesia. Nunca había sido muy religioso, pero ahora que podía llegar libremente por sus propios pasos hasta el lugar donde se hallaba emplazado el órgano, merced a la gracia que le había sido concedida, se sintió impulsado por una fuerza irresistible. Con la mano izquierda pulsó, tentándolas, las teclas. El sonido se esparció claro y puro por el espacio. Con timidez ensayó con la mano derecha, que tanto tiempo había permanecido inmóvil. Y, ¡oh portento!, también a su conjuro las argentinas notas llenaron el ámbito del templo. Poco a poco empezó a tocar, a improvisar, y el fuego de la inspiración fue invadiendo gradualmente su ser. De un modo maravilloso iban coordinándose los invisibles acordes, elevándose en excelsa reiteración las prodigiosas edificaciones de su genio, con una claridad inmaterial, de luminosas sonoridades. Los fieles y las monjas que se hallaban en la iglesia escuchaban con fervor. Jamás habían oído tocar de aquel modo. Y Händel, con la frente humildemente inclinada, continuaba tocando. Había hallado de nuevo su propio lenguaje, con el que se dirigía a Dios, a la Eternidad y a los hombres. De nuevo podía componer música, crear. Por fin se sentía verdaderamente curado.

—He vuelto del infierno —decía con orgullo Jorge Federico Händel, hinchando el amplio pecho y extendiendo sus enormes brazos al médico londinense, que no cesaba de admirar aquel prodigio de la Medicina. Y con todas sus fuerzas, con su arrollador ímpetu para el trabajo, se lanzó el convaleciente, con redoblada energía, a su labor creadora. El antiguo deseo de lucha había vuelto a aquel hombre de cincuenta y tres años. Escribe una ópera, pues su mano recobró sus facultades y le obedece fielmente, y luego otra, y una tercera, los grandes oratorios Saúl, Israel en Egipto y el Allegro e Pensieroso. Del manantial de su inspiración vuelve a brotar agua abundante. Pero las circunstancias le son adversas. La muerte de la Reina interrumpe las representaciones; empieza luego la guerra contra España. Las gentes se congregan en las plazas públicas para cantar y vociferar, pero los teatros están vacíos y las deudas del pobre Händel van en aumento. Viene después el duro invierno. El frío es tan intenso que incluso llega a helarse el Támesis, por cuya superficie se deslizan tintineantes trineos y patinadores. Durante aquellos días se cierran las salas de espectáculos, pues ninguna organización musical se atreve a afrontar el frío; enferman los cantores, suspendiéndose ora una, ora otra función. Cada día que pasa es más apurada la situación de Händel. Le acosan los acreedores, se burlan de él los críticos, calla con indiferencia el público. Y el gran luchador va perdiendo el valor para afrontar tantas vicisitudes. Una representación de beneficencia le alivia momentáneamente, permitiéndole pagar las deudas más apremiantes, pero ¡qué vergüenza recuperar la vida merced a aquella especie de mendicidad! Cada vez se encierra el maestro más en sí mismo, cada vez está más amargado. ¿No era mejor tener paralizada la mitad de su cuerpo que el alma entera, como le sucede ahora? Llega el 1740, y Händel se siente de nuevo derrotado, hundido, polvo y ceniza de su antigua gloria. Recopila algunos trozos de obras anteriores y todavía puede producir algo, pero el ímpetu está vencido y con él la energía del sanado cuerpo; por primera vez, el maravilloso impulso creador se ve agotado, desvirtuada su facultad, que por espacio de treinta y cinco años se ha derramado por su mundo. Una vez más ha terminado todo. Y en su absoluto desconcierto sabe, o cree saber, que el fin es definitivo. ¿Para qué le había permitido Dios resucitar de su enfermedad, si los hombres volvían a enterrarle? Mejor hubiera sido morir, en lugar de ir deslizándose, como una sombra de sí mismo, en el vacío, en la frialdad de este mundo. Y, llevado de su depresión, repite muchas veces en un murmullo las palabras de Jesucristo en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Perdido, desconcertado, cansado de sí mismo, desconfiando de sus fuerzas, desconfiando quizá de Dios, Händel vaga por las calles de Londres hasta bien entrada la noche, pues de día esperan ante la puerta de la casa sus acreedores esperando su regreso. En la calle le duelen las miradas indiferentes. Algunas veces medita sobre la conveniencia de marcharse a Irlanda, donde todavía creen en su arte —¡ah, qué poco sospechan lo débil que está su pobre cuerpo!—, o quizás a Alemania, o a Italia; acaso llegue a derretirse de nuevo el hielo interior; tal vez allí, acariciado por el cálido viento del Sur, rebrote la melodía de entre el yermo de su espíritu. No, él, Jorge Federico Händel, no puede soportar aquel desamparo, no puede estar sin crear. En ocasiones se detiene ante una iglesia. Pero sabe que las palabras no le proporcionarán consuelo. A veces se sienta en una taberna, pero al que conoció la elevada y pura embriaguez de la creación artística le repugna la torpe embriaguez del alcohol. Y otras muchas veces, asomado al pretil de alguno de los puentes del Támesis, contempla atentamente en la noche las negras y calladas aguas, preguntándose si no sería mejor terminar con todo aquel lastre con un resuelto salto. Todo, con tal de no seguir envuelto en aquel vacío. Todo, con tal de acabar con la soledad de aquella gris existencia, desamparado de Dios y de los hombres. Otra de las noches de aquella época, Händel deambulaba por Londres como siempre. El día había sido sumamente cálido. Era el 21 de agosto de 1741. El cielo, como de metal fundido, se cernía opresivamente sobre la ciudad. Händel no se atrevió a salir hasta el oscurecer, para respirar un poco el aire del Green Park. Sentóse a descansar allí, en la impenetrable sombra de los árboles, donde nadie podía verle ni torturarle. Se sentía fatigado, sufría un cansancio que le pesaba como si fuera una enfermedad, pues no tenía ánimo ni para hablar, ni para escribir, ni para interpretar música, ni siquiera para pensar, para sentir, para vivir. ¿Para quién y para qué? Como un beodo había recorrido luego las calles del trayecto de vuelta a su casa, a lo largo de Pali Malí y St. James Street, dominado por un solo y absorbente pensamiento: el de dormir, dormir, no saber nada; sólo descansar, descansar, a ser posible para siempre. En la casa de Brook Street, todo el mundo se había acostado ya. Subió las escaleras lentamente. ¡Ah, qué fatiga la suya, qué extenuación había producido en su ánimo la persecución a que le habían sometido los hombres!, pensaba mientras ascendía peldaño a peldaño. Sus pasos hacían crujir la madera. Llegó por fin al primer piso y encendió el quinqué de su mesa; lo hizo maquinalmente, como lo hacía desde años atrás al ponerse a trabajar. En otra época, cada paseo le inspiraba alguna melodía, algún tema musical, que transcribía rápidamente al llegar a casa, para que el sueño no borrara de su mente el fruto de su inspiración. Pero ahora, al recordarlo, suspiró con profundo pesar. Ahora, en cambio, la mesa estaba vacía, no había en ella papel pautado alguno. El molino de la fantasía había dejado de girar. Nada había que empezar; nada tenía que terminar. ¡Sí, la mesa se hallaba vacía! ¡Pero no, allí había algo! El músico se dio cuenta de que en un ángulo se veía un pequeño cuadro blanco..., como una hoja de papel. Händel se apoderó de ella inmediatamente, suponiendo que estaría escrita. Pero era un sobre. Lo abrió con apresuramiento y se encontró con una carta de Jennens, el poeta que había escrito el libreto de su Saúl y de su Israel en Egipto. En ella le decía que le mandaba un nuevo poema y que esperaba que el gran genio de la música, el phoenix musicoe, daría calor a sus pobres palabras y las transportaría con sus alas por el éter de la inmortalidad. Händel dio un respingo como si hubiese tocado algo repugnante. ¿Se proponía Jennens burlarse de él, de él, que estaba muerto, paralizado? Hizo trizas la carta en un santiamén. La tiró al suelo y la pisoteó. «¡Canalla, bribón!», masculló. La carta le había abierto la más tierna de sus heridas, produciéndole un desgarrón que le llegó hasta la más profunda amargura de su alma. Apagó la luz, muy enojado, se dirigió a tientas a su aposento y tumbóse en la cama. Fluyeron las lágrimas a sus ojos, y todo su cuerpo temblaba, por la rabia que le producía su impotencia. «¡Maldito sea este mundo que se burla de sus victimas y goza torturando al que sufre! » ¿Por qué acudían a él, si se sabía que su inspiración estaba agotada, que su impulso creador carecía de fuerza? ¿Por qué le encomendaban en aquellos trágicos momentos una obra, cuando le fallaban las potencias de su alma? Lo único que podría hacer era dormir, dormir estúpidamente como un irracional, olvidar, no existir. Turbado, perdido, yacía pesadamente en el lecho. Pero no podía conciliar el sueño. La ira agitaba su ánimo, como la tormenta hace con el mar. Sufría una desazonadora y secreta inquietud. No hacía más que dar vueltas en la cama, ora a la derecha, ora a la izquierda, y por momentos se sentía más desvelado. Se preguntaba: «¿Debo quizá levantarme y examinar las palabras de ese texto?» Pero ¿qué influencia podían tener las palabras en su espíritu, que se sentía desfallecer? No, ya no existía consuelo para él, a quien Dios había dejado de su mano, a quien se había negado la conexión con su vida, la música. ¡Ahora vivía separado del mundo de los vivos! No obstante, seguía latiendo en él una extraña curiosidad, a la que no podía sustraerse. Por fin se levantó, volvió a su estudio y encendió de nuevo la luz temblándole las manos de emoción. ¿No le había ya arrancado una vez un milagro de la atenazadora parálisis de su cuerpo? Acaso la Providencia le depararía ahora salud y consuelo para su alma. Colocó el quinqué cerca de aquellas hojas de papel que habían venido con la carta y que eran la causa de su obsesión. En la primera página decía: «El Mesías». ¡Ah, otro oratorio! Los últimos habían sido un fracaso. Llevado de su inquietud, volvió la hoja y comenzó a leer. Ya desde la primera palabra se conmovió: Conmfort ye!, « ¡Consolaos!», palabra que era como un mágico encantamiento, como una respuesta divina a su desfallecido corazón. Y ya, apenas leídas, apenas captadas, las palabras del texto fueron oídas por Händel como música, remontándose en sonidos, cantando, expandiéndose en el éter. ¡Oh felicidad, las puertas se habían abierto! ¡Lo que él sentía, lo que él oía, se traducía de nuevo en música! Con temblorosas manos fue pasando las hojas del manuscrito. Se sentía subyugado, inspirado; cada palabra le cautivaba con fuerza irresistible. «Así habló el Señor.» ¿No iba esto especialmente dirigido a él solo? ¿No era la misma mano que le había derribado que le levantaba ahora del suelo? «Y Él te purificará.» Sí, esto es lo que le había sucedido a él: de pronto había quedado purificada la amargura que roía su corazón. Se veía penetrado de una luz de diáfana pureza. ¿Quién había infundido vigor a las palabras del pobre Jennens, del poeta de Gopsall, e impulsado su pluma, sino Aquel que era el único que conocía su desgracia? «Para que ofrezcan sacrificios al Señor.» Sí, de su ardiente corazón debían salir las llamas de amor que ascendieran al cielo y que fueran la respuesta amorosa al dulce llamamiento divino. A él, sólo a él se le decía: «Clama tu palabra con firmeza.» ¡Ah, clamar eso, proclamarlo con las retumbantes trompetas, con los poderosos coros, con la gran sonoridad del órgano, para que una vez más, como en el primer día de la Creación, despierte a los hombres la Palabra, el Logos, llevando la luz a todos aquellos que todavía yacían desesperados en las tinieblas del pecado! Pues verdaderamente: «Mirad, la oscuridad cubre la tierra»; no conocen todavía la feliz nueva de la Redención, que se ha operado en él, en Händel, en aquellos momentos. Y, apenas leídas las palabras, ya surgía de lo más íntimo de su alma un clamor de agradecimiento. «Consejero admirable, Dios todopoderoso.» Sí, quería loar, agradecer al Dios admirable, que le infundía el don de consejo, que le animaba a obrar, que devolvía la paz a su desgarrado corazón. «Luego, el Ángel del Señor se aproximó a ellos.» Si, un ángel acababa de descender a su aposento para salvarle. ¿Cómo no había de prorrumpir en una acción de gracias, cómo no cantar en público, con mil voces unidas a la propia, el «Gloria a Dios»? Händel inclinó la cabeza sobre el manuscrito con gran excitación. Su abatimiento había desaparecido. Jamás se había sentido con tantos bríos ni experimentado con tanto ardor el sentimiento de la creación artística. Continuamente acudían a su mente, como destellos de luz, las palabras que expresaban sus íntimos sentimientos: « ¡Regocíjate! », y como si las oyera cantar por un coro, levantó instintivamente la cabeza y sus brazos se extendieron en toda su amplitud. «Él es el verdadero Salvador.» SI, esto era lo que él quería confesar y atestiguar, como jamás mortal alguno lo expresara, para que fuera como antorcha luminosa que lo proclamara ante el mundo entero. Sólo el que ha sufrido mucho conoce lo que es la alegría; sólo el que ha sido probado intuye el bien supremo de la gracia. A él le incumbe ahora dar fe de su resurrección ante los hombres como consecuencia de haber sufrido el dolor de la muerte moral. Cuando Händel leyó las palabras «Y él fue despreciado», acudieron a su mente pasados recuerdos, transformados en aquel momento en opresivos y oscuros sonidos. Le habían considerado vencido, le habían enterrado en vida,le habían perseguido con la burla. «Y los que le ven, se ríen de Él.» Sí, también de él se rieron. «Y no hubo nadie que consolara al atribulado.» Nadie le había ayudado a él tampoco, nadie le había auxiliado en su desfallecimiento. Pero, ¡oh maravillosa fuerza!, él había confiado en Dios, y he aquí que el Señor no permitía que yaciera en la tumba. «Pero Tú no abandonaste su alma en los infiernos.» No, Dios no le había dejado en la tumba de su desconcierto ni en el infierno de su desánimo, aprisionada y desvirtuada su alma. No. Dios le había llamado una vez más para que transmitiera a los hombres aquel mensaje de júbilo: «Levantad vuestras cabezas.» ¡Oh, cómo se reflejaban en sonidos estas palabras, el gran Mandato de la Anunciación! Y de pronto se estremeció, pues allí, escrito por la propia mano de Jennens, se leía: «El Señor dio la palabra.» Se le paró la respiración. Allí estaba la verdad expresada casualmente por labios humanos: el Señor le había enviado su Palabra desde lo alto. De Él venía la palabra, de Él el sonido, de Élla gracia. A Él tenía que volver el músico, debía remontarse hasta Él impulsado por su corazón. Aquel ansia creadora no tenía más objeto que el de entonar un cántico de alabanza. Llegar a comprender, a retener y elevar la Palabra, divulgarla y propagarla hasta que se hiciera amplia como el mundo, hasta que abarcara todo el júbilo de la existencia, hasta que fuera algo grande, digno del Dios que la había otorgado. Transformar en eternidad lo que de mortal y transitorio había en la palabra valiéndose de la belleza y de la exaltación. Y, ¡oh prodigio!, allí figuraba escrita, allí sonaba, infinitamente repetible y transformable, la palabra: « ¡Aleluya, aleluya, aleluya!» Sí, había que incluir en ella todas las voces humanas, las claras y las oscuras, las viriles de los hombres y las suaves de las mujeres, ligarlas y superarlas, en rítmicos coros, ascendiendo y descendiendo como en simbólica escala de Jacob de los sonidos, aplacarlas con los dulces acordes de los violines, enardecerlas con las notas más vigorosas de los metales, hacerlas potentísimas con la grandiosidad del órgano, para que se expandieran por el espacio: « ¡Aleluya, aleluya, aleluya! » ¡Sí, había que extraer de esta palabra la expresión de agradecimiento que llegara hasta el Creador del universo! Händel se encontraba en un estado tal de místico fervor, que las lágrimas empañaban sus ojos. Faltaba todavía leer la tercera parte del oratorio. Pero después de este « ¡Aleluya, aleluya, aleluya! » no acertaba a seguir. Las melodías que estas palabras le habían inspirado se iban desarrollando en su cerebro y embargaban todo su ser, quemándole como fuego líquido que ansiaba seguir fluyendo hasta desbordarse. ¡Cómo le atenazaba y conmovía en su empeño de salir de su íntima prisión, en su impetuoso anhelo de volver a alcanzar las divinas alturas! Se apresuró a coger la pluma y escribió unas notas. No podía detener aquel impulso interior. Como barco con las velas azotadas por la borrasca lo arrastraba sin tregua. A su alrededor imperaba la noche. En silencio se cernía la húmeda oscuridad sobre Londres. Pero en su alma entraba a raudales la luz, e inaudible llenaba la estancia la música del Cosmos. A la mañana siguiente, cuando su criado entró cautelosamente en su habitación, Händel seguía escribiendo todavía en su mesa de trabajo. Cuando Cristóbal Schmidt, su colaborador, le preguntó tímidamente si podía ayudarle copiando, el gran músico lanzó un poco amistoso gruñido. En adelante nadie se atrevió a molestarle. Durante tres semanas consecutivas no salió siquiera de la habitación ni interrumpió su labor, y cuando le entraban la comida, cogía apresuradamente con la mano izquierda unos trozos de pan, mientras con la derecha seguía escribiendo ininterrumpidamente. Cuando se levantaba para dar unos paseos por el cuarto, canturreando en voz alta y llevando el compás con la mano, sus ojos tenían una expresión lejana. Si le dirigían la palabra, se sobresaltaba, y su respuesta era vaga y confusa. Mientras tanto, el sirviente pasaba días difíciles. Los acreedores acudían a cobrar sus recibos, venían los cantantes solicitando una cantata para un festival cualquiera, se presentaban mensajeros con el encargo de invitar a Händel al palacio real. Pero a todos les tenía que despedir el pobre hombre, pues no se atrevía a decir nada al creador infatigable, viéndose obligado, además, a soportar los exabruptos de su incontenible ira. Para Jorge Federico Händel, durante aquel período de tres semanas, los días y las horas no contaban, no distinguía el día de la noche, vivía totalmente sumido en aquella esfera en la que reinaban en supremacía el ritmo y el tono, entregado por completo al raudal de notas que de él fluían cada vez con mayor furia, más impetuoso a medida que la obra tocaba a su fin. Aprisionado en sí mismo, medía, con pasos rítmicos, ajustados a un compás, el calabozo de su aposento. Cantaba, pulsaba unas notas en el clavicordio y luego se ponía a escribir de nuevo hasta que sus calenturientas manos y sus extenuados dedos no podían más. Jamás había sentido tan poderosamente el impulso creador; jamás había vivido ni sufrido así, entregado a su música. Por fin, al cabo de tres semanas escasas, hecho verdaderamente inconcebible, el 14 de septiembre terminó su obra. La palabra se había hecho sonido. Inmarcesiblemente, florecía de un modo maravilloso lo que hasta entonces había sido seca y árida palabrería. Se había cumplido el milagro de la voluntad en su alma ardiente, del mismo modo que se realizó antes en su cuerpo inválido: el milagro de una resurrección. Ya estaba todo escrito, creado, cifrado en melodía y acompañamiento... Sólo faltaba una palabra, la última de la obra: «¡Amén!» Pero este «¡amén!», estas dos sílabas escuetas y breves, fueron tratadas por Händel de tal modo que logró hacer de ellas una asombrosa escala de tonos que había de elevarse hasta el cielo. Una voz las lanzaba y otras la recogían en cambiante coro. Alargó las dos sílabas y las desunió muchas veces aún. Como el hálito de Dios, la inspiración de Händel resonaba en la palabra final de la maravillosa plegaria, que de este modo había alcanzado una plenitud y amplitud grandiosas. Esta palabra, sola, concluyente, no le dejaba respiro. En espléndida fuga, compuso este « ¡amén! a base de la primera vocal, la sonora «a», el tono prístino, hasta formar con ella una sonora catedral, tratando de llegar al cielo con su más afilado capitel, elevándose cada vez más, para descender nuevamente y surgir otra vez, hasta quedar recogida al fin por el fragor del órgano, por el ímpetu de los coros, llenando todas las esferas, hasta producir la impresión de que en aquel canto de gracias intervenían también los ángeles. El gran músico se sentía extenuado; la pluma se le cayó de la mano. Ya no sabía dónde se hallaba. No veía ni oía; sólo sentía una fatiga intensísima. Tenía que apoyarse en la pared. Las fuerzas le abandonaban, su alma desfallecía, se tambaleaba su cuerpo, embotados estaban sus sentidos. Andando a tientas, como un ciego, se desplomó sobre el lecho y se durmió rendido, sin energías, exhausto... Durante aquella mañana, el criado había abierto cautelosamente por tres veces la puerta de la habitación. Pero el maestro dormía, inmóvil, profundamente. Su pálido rostro parecía tallado en piedra. Al mediodía, por cuarta vez, intentó el sirviente despertarlo. Tosió para atraer su atención, llamó a la puerta con insistencia... Pero nada podía sacarle de aquel sueño tan profundo. Cristóbal Schmidt acudió por la tarde en su auxilio, pero Händel continuaba sumido en aquella especie de sopor. Schmidt se inclinó sobre el durmiente, que yacía como un héroe muerto en el campo de batalla una vez lograda la victoria. Pero ni Cristóbal Schmidt ni el criado conocían la triunfal hazaña y estaban verdaderamente asustados al verle tan postrado e inmóvil; temían que de nuevo le hubiese repetido un ataque como el anterior. Y al comprobar que eran inútiles los gritos y los zarandeos para sacarle de aquel estado (hacía diecisiete horas que estaba inerte y como sin sentido), corrió Cristóbal otra vez en busca del, médico. Pero no dio con él en seguida, ya que el doctor Jenkins, aprovechando la placidez de la tarde, se había ido a pescar a orillas del Támesis. Cuando por fin lo encontraron, la interrupción de su entretenimiento le contrarió, pero al enterarse de que se trataba de Händel guardó todos sus útiles de pesca, fue a buscar —lo cual supuso una pérdida de tiempo— su equipo quirúrgico para hacer, si fuese preciso, la consabida sangría al enfermo, y finalmente se dirigió, en su cochecito tirado por un pony, hacia Brook Street. Cuando llegaron, les salió al encuentro el criado agitando los brazos jubilosamente.

—¡Ha resucitado! —exclamó loco de alegría—. Ahora está comiendo como una fiera. Se ha tragado medio jamón de Yorkshire en un santiamén; le he servido cuatro pintas de cerveza y todavía pide más. Y, en efecto, Händel estaba sentado ante la bien provista mesa, como un Gargantúa, y si había dormido un día y una noche para recuperar de un tirón las tres semanas que pasó en vela, ahora comía y bebía con todo el apetito de su gigantesco cuerpo, como si de una sola vez quisiera resarcirse del esfuerzo concedido a la intensa labor de tantos días. Tan pronto como vio al médico, empezó a reír con una risa que paulatinamente fue haciéndose enorme, estruendosa, hiperbólica, por así decirlo. Schmidt recordó que durante las pasadas semanas ni siquiera había visto una sonrisa en los labios de Händel y si sólo concentración y enojo. Ahora estallaba la reprimida alegría propia de su naturaleza, retumbando como las olas al estrellarse contra las rocas. Jamás había reído Händel de un modo tan elemental como ahora, al ver al doctor acudir en su auxilio precisamente en los momentos en que se sabía curado y sano como nunca y en que el ansia de vivir le embargaba el ánimo como una verdadera embriaguez. Levantó el jarro de cerveza a modo de saludo hacia el recién llegado visitante, severamente vestido de negro.

—¡Lléveme el diablo! —exclamó asombrado el doctor Jenkins—. ¿Qué os ha sucedido? ¿Qué especie de elixir habéis bebido? ¡Si estáis derrochando salud!

Händel le miró sin dejar de reír, con los ojos brillantes. Luego fue recuperando poco a poco la seriedad. Se levantó lentamente y se acercó al clavicordio. Sonriendo de una manera especial empezó suavísimamente a tocar la melodía del recitativo: «Atended, os contaré un Misterio. » Eran las palabras de El Mesías y habían sido comenzadas a pronunciar medio en broma. Pero apenas había puesto los dedos en el teclado, se sintió arrebatado por la inspiración.

Tocando, olvidóse de los demás e incluso de sí mismo. La corriente musical le cautivó de tal manera que quedó como sumergido en su obra. Cantaba e iba tocando la parte de los últimos coros, que había compuesto como en un sueño; en cambio, ahora los oía despierto por primera vez. «¡Oh muerte, ¿dónde está tu aguijón?», se preguntaba en lo más profundo de su ser, penetrado por el ardor de la vida, e iba elevando cada vez más la voz. Reproducía incluso el coro, las voces de júbilo y exaltación, y así continuó cantando y tocando hasta que llegó al «¡Amén! » La estancia parecía retumbar al conjuro de tanto sonido, tan impetuosamente vertía el maestro todo su vigor musical en aquella parte de la obra.

El doctor Jenkins estaba aturdido. Y cuando al fin Händel se levantó, el doctor dijo, perplejo y admirado, lo primero que se le ocurrió:

—Jamás oí cosa semejante, amigo mío. ¡Parece que tengáis el demonio en el cuerpo!

Ante aquella salida, el semblante del músico se ensombreció. También él estaba asustado de su obra y de la gracia que había sobrevenido como durante un sueño. También él se sentía como avergonzado.

Se volvió de espaldas y con voz muy queda, que apenas pudieron oír

los presentes, comentó:

—Creo más bien que es Dios quien ha estado conmigo.

Algunos meses más tarde, dos caballeros bien vestidos llamaron un día a la puerta de la casa de Abbey Street, en Dublín, que era a la sazón el domicilio del ilustre músico, que de Londres se había trasladado allí. Muy respetuosamente le expusieron, antes de formular su petición, que durante algunos meses sus obras habían deleitado los oídos del público en la capital de Irlanda, y que se habían enterado de que quería estrenar precisamente en Dublín su nuevo oratorio El Mesías. Como el honor de darlo a conocer antes que en Londres representaba una deferencia y se esperaba que la recaudación que se obtendría sería importante, habían acudido a él para rogarle que se aviniese a renunciar a sus pingües ingresos a favor de las instituciones benéficas que ellos representaban. Händel los miró apacible y amablemente. Les respondió que amaba mucho a aquella ciudad que tan acogedora se había mostrado con él y que estaba dispuesto a complacerlos. Dijo esto sonriendo con dulzura, pero quiso saber a qué instituciones iba a ser destinada la recaudación que proporcionaría el concierto.

—A socorrer a los presos de las cárceles lejanas —dijo el primero de los visitantes, hombre de aspecto apacible y pelo cano.

—Y a los enfermos del hospital Mercier —se apresuró a añadir el otro.

Y explicaron en seguida que, naturalmente, aquel caritativo destino sólo afectaría a la primera audición, ya que las restantes serían exclusivamente para el maestro.

Pero Händel rechazó esta última decisión.

—No —dijo en voz baja—, no quiero percibir dinero por esa obra.

Jamás admitiré dinero, jamás. Estoy en deuda con Otro por ella. Será siempre para los enfermos y los presos. Yo mismo estaba enfermo, y gracias a esa obra he sanado. Me encontraba preso, y ella me liberó.

Los dos caballeros se miraron algo sorprendidos. No acababan de comprenderle. Pero le dieron las gracias, se inclinaron respetuosamente y se marcharon para pregonar la fausta nueva por la ciudad.


El 7 de abril de 1742 tuvo lugar el último ensayo. Solo se permitió la entrada a algunos familiares de los coristas de las dos catedrales. Por razones de economía, la sala de conciertos estaba poco iluminada. Dispersos, sentados en los bancos, estaban los escasos oyentes, disponiéndose a escuchar la nueva obra del maestro londinense. El local aparecía oscuro y frío. Pero aconteció algo maravilloso tan pronto como los coros, cual cataratas de sonidos, comenzaron a elevar sus voces. Sin darse cuenta ellos mismos, los oyentes desperdigados por los bancos fueron agrupándose, y poco a poco se reunieron todos en un oscuro bloque de admiradores, pues a cada uno de ellos se le antojaba que el ímpetu de aquella música desconocida era excesivo para resistirlo uno solo, como si en su aislamiento pudiera ser barrido y destrozado por ella. Cada vez se apretujaban más los oyentes en un solo cuerpo, como si quisieran escucharla formando también todos un solo corazón, como si una sola comunidad de creyentes se preparara a recibir el mensaje de fe, que, compuesto y expresado de un modo cambiante, les llegaba en recios sonidos emitidos por las pujantes voces. Cada uno de los oyentes carecía de fuerza suficiente para resistir aquel ímpetu, pero se sentía transportado y cautivado por él, y un escalofrío de emoción pasaba de unos a otros como a través de un solo cuerpo. Cuando resonó el «Aleluya» por primera vez, se puso en pie uno de ellos y todos le imitaron, como impulsados por un resorte. Tenían la impresión de que no podían seguir aferrándose a la tierra y, movidos por una poderosa fuerza, se ponían en pie para estar más cerca de Dios con sus voces e implorar su gracia. Al salir del ensayo fueron contando de puerta en puerta que habían oído una creación musical única en el mundo. Y la ciudad entera, con jubilosa expectación, se apresuró a escuchar aquella obra maestra. Seis días más tarde, el 13 de abril por la noche, se aglomeraba la multitud ante las puertas de la sala de conciertos. Las damas iban sin miriñaque y los caballeros sin espada, para que cupiera más gente en el local. Setecientas personas, número jamás alcanzado, se apretujaban en el recinto, tan rápidamente se había extendido la fama de la obra. Al empezar a sonar la música se hizo un silencio expectante. Y cuando luego irrumpieron los coros, con huracanada violencia, los corazones comenzaron a conmoverse. Händel estaba junto al órgano. Quería vigilar y dirigir su obra, pero se desentendió de ella, se perdió en ella. Le era extraña, como si no la hubiese concebido, como si no la hubiese oído nunca, como si no la hubiese creado y dado forma, dejándose llevar de nuevo por la propia inspiración. Y cuando al final se entonó el famoso «Amén», sin darse cuenta se le abrieron los labios y empezó a cantar con el coro. Cantó como jamás cantara en su vida. Y después, apenas el júbilo del auditorio empezó a atronar el espacio con sus clamores de entusiasmo, Händel se deslizó silenciosamente afuera, para no tener que dar gracias a los hombres, que querían a su vez agradecerle su obra, sino a la Divina Gracia, que le había inspirado tan sublime creación. El dique había sido abierto. Durante años y años no disminuyó la fama de aquella obra que, como río impetuoso, corría a través del tiempo. Desde entonces ya nada logró doblegar a Händel; nada pudo abatir al resucitado. La compañía de ópera que él había fundado en Londres se declaró en quiebra, los acreedores le acosaban otra vez, pero él se mantenía firme y sereno. Resistía todas las contrariedades sin preocuparse. Sin dejarse amilanar, continuaba el sexagenario su camino jalonado por los hitos de su obra. Se le presentaban dificultades, pero sabía vencerlas. La edad fue minando sus fuerzas; pero con su incansable espíritu fue prosiguiendo su labor creadora. Incluso llegó a quedarse ciego de repente mientras escribía su Jefte. Pero sin vista, como Beethoven sin oído, siguió componiendo más y más, tenaz e incansablemente. Y cuanto mayores eran sus triunfos en la tierra, más se humillaba ante Dios. Como todo auténtico artista, no se envanecía de sus obras. Pero había una que le era especialmente querida: El Mesías, y justamente por agradecimiento, porque le había salvado de su profundo abatimiento, porque con ella había conseguido la redención. Año tras año se interpretaba en Londres. Y siempre dedicaba la recaudación completa, unas quinientas libras, a la mejora de los hospitales. Era el tributo del hombre sano a los enfermos; del liberado, a los que todavía sufrían prisión. Y precisamente con esta obra con la que había salido del averno quería despedirse. El 6 de abril de 1759, gravemente enfermo, a los setenta y cuatro años de edad, pidió que lo llevaran al estrado del Covent Garden. Y allí se irguió entre sus fieles, gigantesco y ciego, entre sus amigos músicos y cantantes, que no podían resignarse a ver sus ojos apagados para siempre. Pero al acudir a su encuentro las oleadas de sonidos, al expandirse el vibrante júbilo de cientos de voces proclamando la Gran Certeza, se iluminó su fatigado rostro y quedó transfigurado. Agitó los brazos llevando el compás, cantó con tanto fervor como si fuese un sacerdote que estuviera oficiando su propio réquiem y oró con todos por su salvación y la de toda la Humanidad. Sólo una vez, cuando, a la voz de «Las trompetas sonarán», dejaron éstas oír sus acordes, se estremeció y miró a lo alto con sus ciegos ojos, como si ya estuviese preparado para presentarse al Juicio Final. Sabía que había cumplido bien su misión. Podía comparecer ante Dios con la serenidad del deber cumplido. Sus amigos, muy afectados, lo llevaron a casa. También ellos tenían la impresión de que aquello había sido la despedida. Ya en la cama, sus labios murmuraron suavemente que moriría el Viernes Santo. Los médicos, extrañados, no lograban comprenderle, pues ignoraban que aquel Viernes Santo caía en 13 de abril, o sea el día en que la pesada mano del destino le había abatido y el del estreno de El Mesías. Las fechas coincidían: aquella en que todo había muerto en él y aquella en que resucitó. Y quería morir precisamente el mismo día que había resucitado, para tener la certeza de su resurrección a la vida eterna. Y, en efecto, como lo consiguiera todo con su poderosa voluntad, logró ahora también atraer a la muerte según sus deseos. El 13 de abril, Händel perdió las fuerzas por completo. Ya ni oía. Aquel enorme cuerpo yacía inmóvil en su lecho como desierto habitáculo. Pero así como las vacías caracolas marinas reproducen el rumor del oleaje, su espíritu estaba inundado por una música inaudible, más extraña y grandiosa que cuantas había oído jamás. Lentamente, sus apremiantes acordes fueron liberando el alma del helado cuerpo, para elevarla hacia etéreas regiones, como eterno sonido, a las eternas esferas. Y al día siguiente, antes de que las campanas de Pascua anunciaran la Resurrección, sucumbió lo que en Jorge Federico Händel había de mortal.


"La medida más segura de toda fuerza es la resistencia que vence" Stefan Zweig

*Stefan Zweig nació el 28 de noviembre de 1881 en Viena.

Hijo de Moritz Zweig (1845–1926) e Ida Brettauer (1854–1938). Tuvo un hermano, Alfred Zweig (1879–1977).

Se crio en el seno de una acomodada familia judía. Su progenitor fue el rico propietario de una fábrica textil; su madre, Ida Brettauer, pertenecía a una familia de banqueros.

Doctorado en Filosofía, reside un año en París. Después vive en Londres y viaja por España, Italia y Holanda, relacionándose con personajes como Rainer Maria Rilke, Auguste Rodin, William Butler Yeats o Luigi Pirandello entre otros. Comenzó a escribir novelas y dramas durante este período, y se hizo muy popular como escritor.

De vuelta conoce en Leipzig a Kippenberg, el director de la editorial Insel. Fue amigo de Sigmund Freud y Richard Strauss. Coleccionó partituras manuscritas de sus músicos favoritos y siempre sintió miedo a envejecer. Visita la India, Norteamérica y Panamá. En 1919 vuelve a Austria.

Participó en la Primera Guerra Mundial como cronista propagandista. Finalizada la guerra se convirtió en un pacifista que abogó por la unificación de Europa. En su primera obra destacada, el poema Jeremías (1917), denunciaba la locura belicista.

Se radica en Salzburgo donde escribe biografías con las que consigue fama, narraciones y novelas cortas y ensayos. Entre algunas de estas obras destacan: Tres maestros (1920) y La curación por el espíritu (1931).

En el punto álgido de su carrera, muy popular, sus libros se habían traducido a 50 idiomas y se vendían a centenares de miles. El ascenso del nazismo al poder supuso la inclusión en la lista de libros prohibidos de quince de sus obras; algunas de ellas fueron quemadas en las calles. El día de febrero de 1934 que la policía registró su casa de Salzburgo, comprendió que su fama no le iba a proteger.

El exilio de Zweig coincidió con el final de su primer matrimonio, tras ser sorprendido por su primera mujer, Friderike Maria von Winternitz, con su joven secretaria Lotte Altmann, en un hotel de la Costa Azul. Zweig donó algunos de sus libros a la Biblioteca Nacional Austriaca y partió rumbo a Londres con su segunda esposa.

Se mudó también a París, Nueva York, Buenos Aires... mientras veía cómo el fascismo iba sumiendo Europa en el horror. Llegó a Brasil en el verano de 1941.

Sus últimos escritos incluyen las biografías Erasmus de Rotterdam (1934) y María Estuardo (1935), la novela El juego real (publicada póstumamente en 1944), y su autobiografía El mundo de ayer (1941).

Stefan Zweig se suicidó en Petrópolis, Brasil, el 22 de febrero de 1942. Tenía 60 años. Fue encontrado impecablemente vestido en una habitación perfectamente ordenada, junto a Lotte Altmann, que también se envenenó. Sus amigos, repartidos por el mundo, recibieron sus cartas de despedida durante días y semanas después.

Fuente: https://www.buscabiografias.com/

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